No soy muy de bares, y
sin embargo, si buceo entre mis allegados me encuentro con varios
familiares que en algún momento de sus vidas, han estado con una
bandeja en sus manos.
Me lo contó mi abuelo
Empidio Ramón, sucedió en una noche de luna llena, cuando aún
estaba recién removida la tumba de Don Durruti en el imaginario de
algunos de sus paisanos del Rollo de Santa Ana, mientras varios
vecinos del barrio tomaban la última copa.
Allí salieron a relucir
gran cantidad de personajes de la época, Santines el de las cuadras,
Joselón el tratante, Morán el del aserradero, Lorenzo y los Villa
(fontaneros), Peruco el gitano recién llegado al barrio, el José el
mayor bebedor de la provincia, Peseto el del camión, Josano el
encargado de todos los perros callejeros, Tomasín el ciego, El
relojero que vivía debajo de Marujina, Valentín el de la tienda de
comestibles (al lado del bar cañón), el Tan (solo en temporada de
melones o de chapas), Joselín el carbonero, el cubano y Fortunato
(el de la cuadra, que menudas tertulias se montaban en invierno al
calor del abono); el único al que nadie ha sabido muy bien porqué
llamaban “señor”. Hubo muchos más nombres y por ser una
sociedad del tipo que era, también salieron varios de mujeres, pero
ahí no se extendió mucho el abuelo porque los asuntos que se
trataron no eran para críos según él.
El dominó, tute y chapas
eran el deporte nacional por aquella época, aderezados con aquella
cultural que ponía patas arriba el barrio con toda aquella gente de
paso los días de partido.
Estaban todos mano sobre
mano, cuando llegó Santiago (el zapatero) y uno de sus acompañantes
aludió a si los de Barahona bebían más o bebían menos y ahí ya
se comenzó a liar la cosa.
Tampoco ayudó mucho, la
verdad, que en esos momentos llegase el repartidor de gaseosas que
aprovechaba la vuelta a casa para servir el pedido y que era de Puente Castro, porque sin soltar las cajas que llevaba una al
hombro y otra en la zurda, entró inmediatamente en la discusión como
si le hubieran mentado a la madre.
- Los del Rollo, somos la esencia de León, por aquí pasa el principal eje de entrada a la ciudad, si pusiésemos una aduana donde la Lupe, viviríamos todos como reyes.
- Pues si cerramos el puente aquí no llega ni diós (dijo el otro).
- Por eso los romanos pusieron las murallas por Barahona, para que no se acercasen los apestosos del Rollo ni los chulos de Puente Castro.
- Oye tú. Retira...
- Calma, calma que en mi bar no quiero jaleos. Pero ¿de qué discutís? ¿No os dais cuenta de que sois todos unos muertos de hambre?. A ver hombre, ¿alguno tiene filetes para comer hoy en su casa?.
- Y señalando a uno en concreto, preguntó: ¿A ver tú, no decías ayer que no te daba para el alquiler?. ¿Qué se te ha perdido entonces en ser tan patriota con el rollo, tú que precisamente eres del barrio de Pinilla?.
- Eh, tú, sin faltar que si no fuera por nosotros no pasarían por aquí más que cuatro paletos los días de mercado.
En fin, que dice el
abuelo al que esos afanes territoriales nunca le parecieron saludables, que cuando estaba a punto de coger puerta, la cosa comenzó a
subir de tono y en menos de lo que se tarda en decir amén, el de las
gaseosas dejó caer las cajas al suelo y antes de que pudiera soltar
la primera hostia, alguno, le ensartó un navajazo en la barriga que
le dejó tieso como la cecina de chivo.
Al final todos se
libraron, porque eso la jurisdicción al final, no tenía tanta importancia como
el pasar una temporada a la sombra con todo lo que implicaba; tenían familia y el hambre
llamaba a todas las puertas; de modo que por más que lo intentó el
comisario las tres noches que les tuvo a buen recaudo, no hubo manera
de que ninguno cantara; así que tras una fuerte amonestación y
algunos moratones de más, cada uno se fue para su casa menos el
dueño del bar Cañón, que ya estaba en la suya.